viernes, 4 de abril de 2014

El país nocturno


Es la noche de un sábado: noche viva pero encerrada, latiendo en locales nocturnos o en alguna calle transformada en discoteca. Noche de luces que transitan y de otras que, estáticas, decoran y enmascaran montañas, mostrando una ciudad distinta, brillante. Noche en la que, yendo contra esa corriente, muchos descansamos, sintiéndonos seguros en nuestras casas, como si fueran refugios frente a las amenazas de su misterio. Y es que, efectivamente, su oscuridad es como una mujer seductora (femme fatale), mujer que embriaga y enamora; pero que, al mismo tiempo, simboliza el peligro, es la incertidumbre de no saber qué se oculta en los rincones negros que la distinguen. Es también la guarida de quien aprovecha la escasa luz para, sigilosamente, atacar a las presas desprevenidas.

Desde hace mucho tiempo la noche venezolana es una fruta prohibida. “Perdimos la noche desde hace bastante”, atinó alguien a decir. Muchos, más allá de esto, valientemente retan la suerte y buscan recuperarla, negados a aceptar esa triste sentencia, esa derrota. Otros, resignados, asumieron la pérdida. Lo peor: ninguna postura consuela ni tranquiliza del todo a quienes vivimos en la vibrante tierra de Bolívar.

La noche mirandina
Hoy, de hecho, no hay mayor diferencia entre quien amanece en una acera, o en un matorral, con los ojos nublados y la familia que vio (verbo que se extinguió al final de la noche) violentada su morada. La oscuridad, esa envolvente compañera, refugia y termina siendo muchas veces la psicopática cómplice del malhechor. Se ha convertido en cotidianidad amanecer y enterarse de un carro hurtado, cruzar frente al apartamento vecino y encontrar una familia llorando, desconocer el paradero de un ser querido o saber de alguien que vive alguna de estas situaciones. Prácticamente ninguna noticia de la página de sucesos genera la sorpresa que típicamente debería lograr un evento inesperado. A veces siento que, aunque no lo admitamos, hasta hemos naturalizado la situación, asumiendo con mucha simpleza que “así es el país en donde vivimos”, como si la inseguridad fuera una característica intrínseca y eterna. Todo esto empeora cuando las autoridades, como mínimo, brindan ejemplos de lo que Hannah Arendt definió como “banalización del mal” (concepto que, a muchos, les resultará benévolo).

Día tras día, en efecto, la contundente realidad nos consume: el pincel de la inseguridad traza sobre el lienzo del país obras que ya no sorprenden, pero que sí resultan variopintas. Esa noche, ese sábado mencionado al inicio, se entrelazó con un domingo que deslumbró entre el dolor, la preocupación y la indignación. Jornada que inició con un vehículo sin sus cuatro cauchos, sólo sostenido por un par de gatos hidráulicos, y civiles convertidos en investigadores, quienes –al determinar los culpables del hurto (familiares de otro vecino)– vieron retornar las ruedas con una peculiar petición anexa: “por lo menos devuélvenos los gatos y, eso sí, quita la denuncia”. Día también en el que un joven, novio de una conocida, fue asesinado a cambio de una moto, dejando una espesa mezcla de sangre y lágrimas sobre el pavimento. Muchas historias así nos golpean, nos hacen indignarnos ante la desfachatez y nos arrebatan sueños y seres. Historias que dejan sin aliento y que quiebran las esperanzas. Nada más en 2013 fueron más de 25.000 historias fatales y no quisiera saber ¿cuántas seguiremos contando?

Y justo mientras planteo el tema de la noche y sus problemas, de la ambivalencia entre la oscuridad seductora y la fatalidad que la rodea, me detengo a pensar en muchas de esas historias y, entonces, me conduzco hacia la pregunta final: ¿sólo hemos perdido la noche? La respuesta se nos cuela entre la piel y luego nos abofetea, nos permite entender que, entre el día y la noche, se nos escapa diariamente el país, se nos escapa la sangre, aunque ahora muchos quieran mostrar lo contrario con un triste y politiquero consuelo, que para otros no es más que dolorosa mofa.

Por Manuel Ferreira Cid

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