martes, 1 de abril de 2014

Aprender a pensar y enseñar a pensar: el gran reto de los padres y de los educadores.

 ¡Aprended a reflexionar más y más, a pensar! Los estudios que hacéis deben ser un momento privilegiado de aprendizaje para la vida del espíritu. ¡Desenmascarad los eslogans, los falsos valores, los espejismos, los caminos sin salida!

Juan Pablo II, en mensaje a los jóvenes de Francia. 1980.

Pensar es hacer silencio con uno mismo, poner en orden nuestras ideas, partiendo de emociones significativas y haciendo uso de la razón lógica. El pensar requiere quietud, serenidad y meditación sobre lo conocido, procurando visualizar lo velado o lo desconocido. Bajo un estado emocional alterado, bien sea de ira o de ofuscación, se obstaculiza el pensar. Más bien hay que tomarse el tiempo para hacerlo, para reflexionar apropiadamente. Darle refugio a las emociones entre nuestros más entrañables afectos, permitirá que estos últimos actúen como un bálsamo, devolviendo el oxígeno al cerebro y el sosiego al estómago. Recordemos que el mismo Einstein llegó a afirmar que “los  problemas significativos que enfrentamos no pueden resolverse al mismo nivel de pensamiento en el que estábamos cuando los creamos”.

El pensador de Rodin
En las últimas décadas, el hombre se ha caracterizado por sustituir o contraponer “el pensar” con “el sentir”. Se actúa, muy frecuentemente, según este último, sin meditar previamente. Caemos –muchas veces– en lo irracional por no proceder de fundamentos firmes y estables, sino de sensaciones externas “a flor de piel”, actos que pueden nacer, incluso, de las carencias de ciertos valores.

Pensar, aprender a pensar y enseñar a pensar constituyen un deber, son las tres obligaciones inteligentes que los padres deben considerar como prioridad en la educación familiar. Se trata, sin lugar a dudas, de una obligación estrictamente moral. Enseñar a pensar en casa, y en la escuela, permitirá que los niños procesen la información de manera cognoscitiva en lugar de asociativa, acción que nos diferencia de los animales. Por lo tanto, al aprender a pensar hacemos uso de una facultad que nos distingue y que nos permite discernir entre el bien y el mal y, en base a ello, tener una especie de guía que nos conducirá a lo largo de nuestra vida.

Aprender a pensar bien –decía el filósofo y teólogo español Jaime Balmes– “consiste: o en conocer la verdad, o en dirigir el entendimiento por el camino que conduce a ella”. Más allá de las posibles consideraciones sobre qué es la verdad (entendiendo, por supuesto, el carácter católico del pensador), resulta importante que el entendimiento, como bien dice, se encamine hacia la comprensión de la realidad a través del discernimiento, para que el individuo pueda distinguir, por ejemplo, que “la ingratitud, la injusticia, la destemplanza son aspectos rechazables.

La educación del siglo XXI enfrenta un gran reto: enseñar a pensar. El pensamiento es la más importante faceta de la educación, pues al intelecto le toca regir toda conducta humana, llevarla al punto de partida que le dé un verdadero sentido a nuestra existencia, es el deber.

Ahora bien, pasearnos por la idea de formar grandes pensadores, sin considerar la importancia de reconocer y controlar nuestras emociones no nos garantiza el éxito al cual podemos pretender. Es necesario, por tanto, enseñar también a reconocer todo aquello que nos agrada o nos incomoda, que nos alegra o entristece en la vida, a manejar estas emociones; pero a no actuar impulsados por ellas. Estos aspectos resultan claves para, a partir de ahí, enseñar también a sobreponerse ante las dificultades y reencontrar la motivación para salir adelante y alcanzar nuestros objetivos.

De todo lo anteriormente expuesto podemos inferir que enseñando a pensar, a conocer y a controlar nuestras emociones, colaboramos en gran medida con la transformación del “hombre y la mujer”, quienes pueden ser capaces de mejorar la sociedad en la que vivimos y que hoy luce desbordada de incoherencias. Esto es cierto, pero siempre que el discernimiento sea promovido porque, de lo contrario, estas enseñanzas podrían generar mayores dolores de cabeza, ya que estaríamos corriendo el gran riesgo de formar “delincuentes hábiles”, como dice el reconocido pedagogo y sacerdote español Manuel Segura, SJ. Una tarea importante de padres y educadores, entonces, es fomentar una actitud crítica ante lo que se ha establecido como la “natural” forma de vida en la sociedad. Hoy todo se tiene por moralmente posible o bueno. El relativismo en el que estamos subsumidos nos desborda hacia el “permisivismo”, lo cual no nos permite discernir entre lo que es moralmente bueno y lo moralmente malo.

Plantear discusiones, con nuestros hijos y alumnos, acerca de dilemas morales, permitirá que éstos “aprendan valores”. Canalizar las propuestas, dadas por ellos, hacia posiciones justas, posibles y que beneficien a las mayorías nos permitirá, igualmente, formar “personas asertivas” y capaces de lograr su satisfacción personal, el reconocimiento social y, por ende, éxitos integrales, incidiendo en una sana convivencia y en la construcción de una mejor sociedad para todos.


Por María Teresa Martínez

No hay comentarios.:

Publicar un comentario