sábado, 17 de mayo de 2014

Oposiciones forzadas o el rojo reino de la palabra

Determinamos al pueblo hablándole de magnanimidad y valor;
y cuando un hábil orador  quiere inclinarle a un fin menos decente,
es menester a lo menos que él se encubra con los visos de estas prendas.
Nicolás Maquiavelo
Propaganda de Hugo Chávez
Uno de los aspectos más llamativos y, por qué no admitirlo, exitosos de este gobierno tiene que ver con lo vinculado al mundo de la propaganda y, especialmente, al de la palabra en sí. Desde un inicio el régimen empezó a confeccionar su estrategia que iba, por ejemplo, desde variar el nombre del país, agregar una estrella más a la bandera, hasta redefinir instituciones. El ex Vicepresidente y periodista José Vicente Rangel llegó a sentenciar, hace poco más de un año, que “el arma más poderosa de Hugo Chávez fue la palabra”. Yo, particularmente, estoy de acuerdo con esta afirmación. No me quedan dudas de que, a través de la palabra articulada por el hábil orador (sin dejar de lado el mérito de sus asesores), el imaginario colectivo, así como determinados conceptos y/o concepciones, comenzaron a cambiar.
En un principio estos cambios podían parecer inofensivos, pero iban aclarando los objetivos. ¿Qué importancia podía tener –pensamos muchos– que un parque o una librería cambiaran sus nombres? Incluso ¿qué tan importante podía ser que el propio país se denominara de forma diferente? Hoy podemos responder esto con más certeza. El proceso anterior, causante de todos los males del país (junto al Imperio), debía quedar –con todo y sus nombres– bajo tierra; excepto cuando fuera necesario recordarlo para revivir, en la memoria, los desmanes y justificar los errores y las dificultades del presente. Pero más que sepultar hasta los nombres indígenas de “la IV” (pensemos en Kuai-Mare), estas decisiones apuntaban a una verdadera revolución conceptual. 

La polarización, de esta forma, fue creciendo y la caracterización peyorativa del contrario fue afianzándose. Ya no bastaba con quitarle el “Rómulo Betancourt” al Parque del Este, sino que debían redefinir, igualmente, a quienes rechazaban las políticas del gobierno. Quien criticaba o se oponía al régimen, hiriendo así el narcisismo de los gobernantes, empezó a ser denominado como “escuálido”, “burgués”, “capitalista”, entre otros. Recordé entonces una frase típicamente atribuida al escritor argentino Jorge Luis Borges: “Hay comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón”. En efecto, y más allá de lo políticamente controversial que fue Borges, esta frase puede hacernos entender mucho acerca de nuestro presente: en la Venezuela de la “V República” ser opositor se convirtió y se consolidó como un sinónimo de “pitiyanqui”, de “fascista”. Ser antichavista es ser fascista. Pero no sólo esta incoherencia se impuso: hoy para ser burgués, curiosamente, ya no es necesario acumular capital, sino adversar al Presidente. Y, más resaltante todavía, tener un monopolio comercial no implica ser capitalista, si se anda de buenas con el gobierno. Recordemos, por ejemplo, cómo Cisneros pasó de ser uno de los “jinetes del apocalipsis” (por Venevisión), a ser un “empresario revolucionario” cuando aceptó la tregua o, mejor dicho, hizo las paces con el gobierno de Chávez. En definitiva, los términos se adaptaban y se adaptan a las tendencias partidistas, e incluso pierden muchas veces sus significados o sus implicaciones. Lo más grave: tan efectiva es la estrategia que hasta los opositores, por mucho tiempo, salían a la calle con franelas que decían “yo sí soy escuálido”, acompañando, esta frase, hasta con caricaturas de tiburones. Imagino la risa, la satisfacción, que le debió generar esto al ahora difunto Presidente.

El impacto de la palabra es tan importante que la gente vive su cotidianidad sin cuestionarse, en mayor medida, acerca de las contradicciones gubernamentales. Incluso hasta los opositores, muchas veces, creen darle una vuelta humorística al asunto, mientras realmente asumen muchas de las sentencias. Llama la atención que poco se cuestione por qué el gobierno critica el capitalismo, el neoliberalismo, para después abrazar y negociar con empresas transnacionales como Odebrecht. Los partidarios del gobierno repiten y acusan a los burgueses, asienten cuando se ataca a Empresas Polar, pero no sospechan del régimen cuando el Presidente aparece en cadena nacional hablando y estableciendo acuerdos con representantes de empresas muy poco socialistas como Nike, New Balance o Toyota. En definitiva, parecen importar poco las contradicciones cuando el propio significado de cada palabra puede variar de acuerdo a la tendencia y a las necesidades políticas. De igual forma, hoy –por ejemplo– el gobierno “busca” mostrar su apertura, su deseo de dialogar; pero actúa de manera opuesta, agrediendo y continuando con los insultos, sin indignar con esto a sus seguidores. Hoy poco parece importar que el pueblo sea tan alabado y tan mencionado, pero –al mismo tiempo– sea tratado como lisiado o incapaz, como cuando se le dice qué ver en un medio de comunicación, porque, ergo, es incapaz de discernir y de escoger apropiadamente por sí solo (¿si no para qué establecer esa “hegemonía comunicacional”? O ¿por qué abusar de las monologantes cadenas de radio y televisión?). Es que, lamentablemente, como señalaba Maquiavelo en El príncipe, “quien engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar”.

Propaganda de Nicolás Maduro
Claro, este manejo del lenguaje, este trabajo propagandístico y, por consiguiente, de persuasión depende, como señala el psicoanalista Erich Fromm en el Corazón del hombre, del vínculo emocional “de la mayoría de la gente respecto de sus líderes políticos”. Es por esto, en el presente, que se continúa el trabajo de mitificación de la figura de Chávez, para que los partidarios, también en palabras de Fromm, acepten “como real cualquier cosa que se exponga”. En nuestro presente resulta claro este objetivo gubernamental: mantener ese vínculo emocional e intentar que empiece a generarse algo semejante entre la gente y el nuevo Presidente. La severa crisis económica, que coincidió con el inicio del mandato de Maduro, es sin duda el gran obstáculo (sin olvidar que las conexiones emocionales no se heredan y menos si la genética no participa realmente). El actual Presidente, que no cuenta con el apoyo que recibió Hugo Chávez, se aferra a la imagen de éste, mientras intenta emular sus pasos como “buen hijo”; pero en contra tiene la escasez, la inseguridad y la propia incompetencia. Falta, por supuesto, que los adversarios se decidan a entrar de lleno en el campo de batalla (el de la palabra) para hacer entender, a quienes siguen creyendo en este proceso infausto, que verdaderamente hay otro camino, uno distinto al de los móviles primitivos profundizados por este decadente proceso: la venganza, el resentimiento, que además producen diversas formas de violencia (aunque contradictoriamente, de nuevo, se hable de paz y de amor). Que la propuesta no copie la fórmula criticada, sino que empecemos a hablar y a conformar una sociedad productiva, con personas capaces de desarrollar su potencialidad, de vivir y de ya no ser inválidos dependientes de las migajas de un gobierno que abraza la muerte. Por supuesto, antes hay que desmontar, en primer lugar y con habilidad, el rojo reino de la palabra.

Por Manuel Ferreira Cid

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