sábado, 8 de marzo de 2014

El nuevo dios y el mismo enemigo

Un año después de la muerte de Hugo Chávez

Los jefes políticos y religiosos persuaden a sus partidarios
de que están amenazados por un enemigo,
y así provocan la respuesta subjetiva de hostilidad reactiva

Erich Fromm. El corazón del hombre

En un abrir y cerrar de ojos ya había ocurrido: la calle estaba llena de retratos, los vendedores mercadeaban porfiados, entre otros objetos, con la imagen del entonces Presidente Nacional: Hugo Chávez. Al principio (años atrás, cuando comenzó el fenómeno) pensé que su imagen se igualaba a la de cualquier actor famoso, rockstar o divo de la cultura popular de los medios. Sin embargo, en un  programa de televisión, en el que un hombre era entrevistado dentro de su muy humilde morada, observé la verdadera condición del fenómeno: una figura pequeña (mini busto) del Presidente Chávez aparecía en el altar hogareño, acompañada tanto por velas, aún humeantes, como por sendas representaciones de José Gregorio Hernández y el Negro Primero.

Me pregunté, en aquel entonces, ¿tan necesitados estamos de una figura mesiánica? La respuesta era evidente. Venezuela, añorante e idealizadora de sus próceres independentistas, parecía aceptar –agradada– la presencia de un nuevo redentor, como si se tratase de la reencarnación del mismísimo Libertador. El tiempo pasó y el gobierno profundizó esta idea, alabando al líder y atacando al eterno enemigo que, desde el norte, funcionaba como perfecto antagonista.

Posteriormente, cuando reapareció la enfermedad del Presidente Chávez, el gobierno aprovechó la situación para promover aún más la mitificación de su figura: programas de televisión recordaban momentos emblemáticos, celebraciones de antiguas “hazañas” también mitificadas (como la del 4F), cadenas comunicacionales que mostraban los eventos previos a la partida del Presidente (hacia Cuba) siempre con cargas emotivas de suma intensidad. Repitiendo además, por la radio, ciertas frases de Hugo Chávez, especialmente aquella súplica que rezaba: “Cristo, tú mandas, señor, pero dame un tiempo más, hay mucho por hacer”. Y así sucesivamente hasta la presentación de la famosa foto del Presidente con sus hijas, que inmediatamente se convirtió en estampita vendida como “pan caliente” en las calles del país.

Foto tomada de BBC Mundo
Cuando se anunció el regreso de Chávez, una reunión popular mostró de nuevo esa emoción colectiva, parecida a la de los cultos religiosos. Las personas acompañaban su transitar, por las calles, con la estampita del convaleciente y sus hijas. Todo me hizo recordar (salvando las distancias) una lectura acerca de cierta devoción popular hacia un famoso mandatario asiático. Mientras seguía la ausencia mediática de Chávez (a pesar de su regreso), continuó ese proceso de construcción del culto alrededor del líder de la Revolución Bolivariana, con sus peculiaridades caribeñas. Los fieles seguían orando y eran llamados a hacer lo necesario frente a las adversidades. Todo mal era justificado y nada parecía salpicar la inmaculada imagen del Presidente.

Entonces, entre la incertidumbre y las especulaciones, la noticia de la muerte llegó. El país se detenía lentamente. Las ciudades parecían postales, petrificadas, con personas expectantes, incrédulas o asustadas. Después de tantos años costaba creer que el máximo líder de la Revolución se desvanecía, abandonando así su condición terrenal para consolidarse, más que nunca, como esa imagen divinizada que venía confeccionándose desde años atrás. Nicolás Maduro emergió como sucesor, proclamado así por el patriarca antes de la partida. Él se autodenominó “el hijo de Chávez”, heredero entonces del trono y posteriormente venció, por escaso margen, al contendiente opositor en una controversial disputa. Luego elevó el puño, ese puño de acero del que habló el líder antes de morir, y enfiló sus lanzas verbales contra la burguesía nacional y contra el Imperio, posible causante, según explicó, de la extraña enfermedad del Comandante, que hasta hacía poco sólo denominaban cáncer.

Gritaron (y siguen gritando) “Chávez vive, la lucha sigue”. Iniciaron el mentado “Gobierno de calle” y consideraron prudente mantener a Maduro en los medios, constantemente, hasta hoy en día. Intentaban, así, enmascarar la complejísima situación económica, la creciente inseguridad y los errores comunicacionales del nuevo Presidente, siempre apoyándose en la imagen protectora del difunto mandatario, “supremo líder y segundo libertador de Venezuela”.

Sin embargo, un año después de la muerte de Hugo Chávez, los problemas se incrementan y no parece avecinarse una verdadera solución. La máscara, mientras tanto, se empequeñece frente al sostenido avance de la crisis. El gobierno hace notables esfuerzos mediáticos para justificarse y para recuperar esa credibilidad que decayó (evidente en la última contienda presidencial), a través de las estrategias típicamente utilizadas por el antecesor; pero, mientras, la abrumadora realidad no deja de golpear al venezolano: la delincuencia, la inflación y la escasez nos engullen. Lo peligroso es que, después de quince años, aún es difícil divisar el fondo del hueco en el que caemos y una importante parte del pueblo se mantiene fiel a ese culto que confunde el descenso con sueños. Un culto representado por un gobierno que además se vende como paternalista, mientras amenaza a sus opositores con su arma más letal: partidarios persuadidos, grupos armados, dispuestos a brindar esa respuesta hostil de la que habla Fromm en el epígrafe.

Por Manuel Ferreira Cid

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