Infierno bolivariano. Edición de imagen: Erwin López |
Un
año atrás, en un curso sobre literatura medieval, surgió como tema nuestra
realidad infernal, mientras Dante (personaje ficticio) descendía hacia las murallas de
Dite y nosotros, en paralelo, hablábamos de Dante (el hombre) que escribía durante ese destierro que
no tuvo fin. En efecto, nuestro presente tenía en ese entonces, y sigue
teniendo, sus semejanzas con el oscuro mundo gobernado por ese Satanás alado y
velludo que agita sus alas para enviar ráfagas de castigos helados a los pecadores
de las zonas inferiores, según la obra dantesca. Basta con recordar, para confirmar
las similitudes, que tenemos hasta nuestras bestias castigadoras: en vez de
gigantes y centauros, dejamos atrás topos y picures con rostros (sólo rostros)
humanos, mientras en el horizonte otros personajes siguen saliéndonos al paso,
muchas veces uniformados, en este viaje terrible. Del mismo modo, podemos
afirmar que entendemos bien los golpes duros del calor luego de las preocupantes
sequías que vivimos, sin olvidar que seguimos recorriendo círculos de
inmundicia (basta con ver el estado de muchas partes de nuestras ciudades) y
solo hace falta que caiga granizo, mientras siguen las ahora esporádicas
lluvias que –de ansiadas– pasaron a crear, sin mucho esfuerzo, vías
intransitables por la falta de prevención, creando lagunas (cuales hijas de la
Estigia) que de vez en cuando reaparecen llenas de basura flotante, capaces de
hacernos recordar fácilmente el asqueroso círculo de los glotones.
Por
supuesto, seguir hablando de nuestro pasado reciente, y del complicado presente,
me llevaría innecesariamente a redundar, aunque me valga de la comparación que
propuse. ¿Qué no se ha dicho ya? Lo que me propongo con estas palabras es plantear
que, como Dante, para llegar al Paraíso nos ha tocado recorrer el Infierno y
lamentarnos sirve de poco; por el contrario debemos caminar y aprender. Muchas
veces nos detenemos demasiado en aspectos que desconocemos y no controlamos (el
posible ataque de Trump, las negociaciones o las supuestas traiciones, entre
otros aspectos). Pero la realidad, es que los venezolanos, acosados por
nuestros pecados, tuvimos que
descender para luego subir. Pasar por el cónico infierno, dejando atrás la
selva oscura, para poder llegar al Purgatorio y de ahí seguir nuestro camino
hacia el Paraíso. Lo importante, en ese sentido, es que la razón también guíe
nuestros pasos, mientras mantenemos la fe: la vista puesta en nuestra
respectiva Beatriz. En este caso, imaginar ese futuro luminoso, ese país que
queremos y actuar desde ya para construirlo, desde lo que cada uno puede hacer,
sin ocuparse tanto en las acciones de los líderes. De lo contrario, el infierno
no pasará realmente por nosotros y la condena puede terminar siendo la repetición
cíclica de nuestros errores y sus consecuencias. El peligro, en definitiva, es
quedarnos atascados en lo inmediato (sin menospreciar las urgencias, claro
está), solo fijarnos en los culpables o en las excusas (dependiendo del bando),
en vez fortalecer el ejercicio del pensamiento crítico y enmendar lo que
verdaderamente está mal en nosotros (como individuos y como sociedad). Por
ejemplo, muchos fijan posición sobre si la MUD debe o no dialogar con el
gobierno, y viceversa o si las elecciones son viables; pero lo más lamentable
es que el diálogo muchas veces esté vetado incluso entre quienes aparentemente
comparten los mismo objetivos –basta sólo con recordar el lamentable momento en
el que se enfrentaron “tatuados y engominados”, sin olvidar las típicas peleas
en las redes, en las que incluso los que defienden el diálogo terminan soñando
con que sus opiniones públicas terminen siendo monólogos, aplaudidos por
numerosos me gusta, rechazando luego
a quienes critican con la tristemente común “es mi muro, si no estás de acuerdo
no me leas, yo no critico lo que tú escribes”. Viendo esto, y sabiendo la
respuesta, me pregunto –como lo hizo nuestra escritora Elisa Lerner– si “el
diálogo, ¿siempre ha sido un desprestigio en el país?” (Vida con mamá).
En
frente tenemos nuestras montañas. Varias nos sirven de ejemplo para entender
que el ascenso será duro, pero no faltará –cuando lleguemos a ese punto– el
eventual refrigerium. Eso sí: es
inevitable que, para llegar al Purgatorio, debamos deslizarnos por el propio
cuerpo del mismísimo rey infernal (¿cuánto falta para eso? No soy quien pueda
responderlo). Aunque la imagen puede asustar o generar rechazo, no podemos caer
en la tentación de retroceder, acosados por el miedo, ni de pensar en el futuro
con el corazón lleno de resentimiento, repitiendo así los errores que sólo
agrandan las heridas en vez de favorecer la cicatrización. Y sé que algunos
dirán que es temprano para hablar de cicatrices, cuando tantos golpes, tantas
muertes, manchan nuestra historia y siguen llenando nuestra terrosa piel de estigmas, cuando –como afirmó Ana Teresa
Torres en un artículo reciente– nuestro “signo común” sigue siendo la propia
“herida”. Pero creo fervientemente en que debemos imaginar el país que queremos,
un país ya sano y próspero; mientras que con el martillo y el cincel esculpimos
y con la escoba barremos el desastre. Imaginar, luchar y limpiar, enfrentar
este infierno mientras aprendemos y fijamos la mirada en la meta real. Porque,
en definitiva, la coyuntura puede hacernos perder el camino, hacernos creer que
cualquier trocha nos llevará a la meta; cuando el reto es, por el contrario,
entender bien la antítesis como antítesis,
para escoger los medios correctos y conseguir el fin anhelado. De toda esta
historia nos debe quedar claro que “o estamos con Dios o estamos con el Diablo”…
Es decir, o empezamos desde ya a rescatar los valores humanos, a actuar como
demócratas, o terminaremos favoreciendo a los opresores sin darnos cuenta. Un
demócrata protesta ante las injusticias sin cansarse, habla y escucha, apuesta
por el diálogo, busca constantemente hacer valer sus derechos, respeta y cree
en los acuerdos (que no significa, coloquialmente hablando, dejarse montar la pata, ni sacrificar la
memoria).
Es
hora de despertar, de que aprendamos a convivir, a entender que debemos construir
el país con nuestras acciones, que como ciudadanos debemos respetar las normas
y asumir las consecuencias de nuestros actos, porque (cuando acabe la guerra)
el país necesitará que hayamos aprendido la lección. Es momento de sepultar la
lamentable viveza criolla, que sigue tan
vigente entre chavistas y opositores. Es tiempo de exigir contundentemente que
quede atrás el rentismo como modelo, el facilismo, y que revivamos la tolerancia
y la cordialidad. Igualmente importante: ya es hora de dejar de inventar y/o
aceptar nuevos “mesías” y de comprender que rectificar no es sinónimo de
debilidad. Al igual que en la Divina comedia,
nadie puede hacer este viaje por nosotros, no existe un “elegido” que se
sacrifique para garantizarnos el perdón y la luz celestial, a quien –para colmo
de males– le debamos luego fidelidad sin importar lo que haga. Todos debemos
corregirnos, terminar de descender para ascender, dejar de vivir en medio de
una necia e insana competencia sin sentido, renacer del fuego (“fin y origen”)
para llegar a cumbres que abran la puerta de un futuro paradisíaco en el que
podamos crecer y vivir todos.
Por Manuel Ferreira Cid
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