martes, 10 de febrero de 2015

La verdad como feudo y el poder como vicio

Venezuela en su cuartel laberíntico

Luego del triunfo de Hugo Chávez en diciembre de 1998, la promesa de lograr la refundación de la República fue consolidándose –como bien sabemos– gracias a las siguientes victorias del nuevo mandatario, que permitieron la modificación de la Constitución de 1961. Con la nueva Carta Magna nació también la llamada V República. En efecto, Venezuela tomó un nuevo rumbo y luego de dieciséis años podemos afirmarlo enfáticamente. Por supuesto, ese cambio, que significó notables virajes en algunos aspectos, terminó por mostrar su verdadera cara: más que una transformación de 180°, representó la profundización de un estigma bien conocido y relevante, que ocupa lugar preferencial en nuestra historia: el caudillismo. Y, por supuesto, ¿quién mejor que un (ex) militar para “promover cambios” y asumir tal rol en el incipiente siglo XXI?

Después de varios sucesos, de que se conjugaran diversos acontecimientos, el poder empezó a concentrarse peligrosamente en la figura de un hombre. Algunos empezamos a pensar en que revivían los inicios de nuestro siglo XX. El gobierno-partido fue controlando todo, confundiéndose con el Estado... Chávez hacía y deshacía. Tanto controló, y tanto significó, que sus partidarios, en líneas generales, no podían imaginar un gobierno sin el barinés. Me atrevo a decir que, incluso, a parte del pueblo opositor le costaba imaginar una Venezuela dirigida por otro hombre, cosa que no dejaba de generar una notable depresión. La nueva República ofrecía cheques en blanco por doquier, los Poderes se sometían a la voluntad de la figura central y hasta los medios empezaron a ser controlados. El gobierno personalista empezó a definir la verdad, el caudillo lograba así el cometido y su posterior muerte, por otra parte, terminó corroborando que está(ba)mos frente a una religión política, ahora con un mesías sacrificado.

El Poder, como droga, empezó a hacer su efecto desde hace tiempo. La evidente adicción se reflejó en las acciones de los miembros del partido-gobierno y el temor, ante la posibilidad de la abstinencia, los obligó varias veces a prensar los dientes y a retorcerse. Pasó con Chávez (recordemos, por ejemplo, cuando apareció junto al Alto Mando Militar para hablar de la “victoria pírrica de mierda”) y ocurre ahora, más todavía, con los sucesores enfrentado tan delicada crisis económica. El vicio, que es adicción y miedo, hoy hace que el gobierno se niegue a soltar un poco los hilos con los que maneja todo. La verdad, entonces, fue convertida en feudo, desde que Chávez gobernaba, y el régimen del heredero hasta le creó un noticiero con su nombre. Las afirmaciones gubernamentales empezaron a ser la verdad y, más preocupante todavía, las obvias mentiras también. Igualmente, las exageraciones y las omisiones, del oficialismo, sirvieron, y lo siguen haciendo, para configurar las certezas. Lastimosamente nuestro presente, cada vez más, parece una versión de la película Wag the dog. En otras palabras: no importa qué tan evidente sea la ficción presentada por el gobierno, si se repite constantemente como si fuera verdad en los medios. Y los dirigentes rojos son tan efectivos en esto (como afirmó Luis Ugalde: el gobierno sólo ha sido verdaderamente eficiente en su trabajo propagandístico) que aunque la actualidad nos golpea, no falta quien crea y defienda altivamente todo el cuento de la guerra económica, sin reparar en los notables detalles contradictorios.

El señor feudal, a fin de cuentas, defiende su tierra como sea porque ésta lo es todo, define su poder. El pueblo, su pueblo, que antes parecía manejado a través de una relación clientelar, hoy retrocede al vasallaje en tiempos de guerra. Es que, insisten, mucho le debe el pueblo a la revolución, aunque la miseria nos esté tragando y los beneficios sean tan escasos como los productos de primera necesidad. Los líderes revolucionarios siguen llamando al pueblo para que defienda el partido-gobierno-Estado, porque la verdad, ésa que nos imponen, es que estamos frente a una guerra económica, que el Imperio tumba los precios del petróleo para perjudicarnos y que Arabia Saudita es cómplice, que la violencia en el país es culpa de los colombianos y que el resto del mundo pasa por una crisis semejante. Quieren prohibir, por otra parte, que la gente se pregunte cómo es posible aunque algunas de las afirmaciones anteriores puedan ser parcialmente ciertas que el gobierno y el país sean tan frágiles luego de los años de bonanza y que nuestro mandatario no pueda hacer más que activar su locus de control externo, después de ser uno de los protagonistas de este proceso que lleva dieciséis años... dieciséis años controlando todo el poder, para ser específico. En esta dinámica hasta tienen la desfachatez de omitir, de no reconocer abierta y contundentemente, lo que los empresarios y opositores gritan: “si la escasez existe por la guerra económica, ¿por qué también es difícil encontrar el aceite Diana, el cemento, la harina Juana, las cabillas, el café Fama de América, entre otros productos de empresas expropiadas? ¿Por qué no ha mejorado el problema luego de las intervenciones gubernamentales? 

Hoy, en consecuencia, los justos reclamos, las desnudadas incongruencias, quedan al margen, son transformadas en silencio, o en susurros, frente a las repeticiones de la gran maquinaria comunicacional del oficialismo. Hoy el Presidente de la Asamblea, sin importar lo que se vive en Venezuela, sigue decidiendo quién habla, quién dirige comisiones, cuál es la autocrítica permitida y quién puede reclamar. El mandatario Nicolás Maduro, igualmente, puede aprobar que se encarcelen empresarios, en medio de shows mediáticos (tan nocivos política-económicamente), luego de –contradictoriamente– hacer un llamado conciliador a las empresas privadas y solicitar el apoyo de los economistas críticos. Hoy vivimos de acuerdo al legado del gobierno personalista de Chávez. Y, ante la pregunta que Luis Ugalde formuló en su artículo Prohibido hablar, puedo decir que la respuesta es evidente: Diosdado Cabello y muchos otros dirigentes revolucionarios consideran que nuestro país es un cuartel (otra imposición), en donde todos deben obedecer cuando el militar manda a callar. Hoy, por si fuera poco, la acción de la disidencia es también controlada por el poder gubernamental para que no haga daño, pero para que sirva, al mismo tiempo, de triste disfraz que reafirme la democracia.

Por Manuel Ferreira Cid

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