miércoles, 9 de julio de 2014

II- España (el puente), Francia y el retorno

Puedes leer la primera parte: I- Por la tierra de Camoes

Foto: @manuelfcid
Empezando por Ourense, entre encuentros familiares, fuimos hasta Vigo para contemplar el puerto desde la colina, no sin antes recibir la bienvenida por parte de esos briosos caballos que, día tras día, compiten hacia la más alta meta: el cielo. Retomando el camino hacia Francia, pasando por vías estrechadas entre mares de girasoles, que brillaban esplendorosos bajo el sol, llegué a León, que sólo me dejó, en el recuerdo, el guiño xenófobo de una joven, hecho curioso, especialmente, por su evidente estampa andina. Más adelante cruzamos, como una caricia, cerca de San Sebastian, de bello porte y distintiva arquitectura, hasta llegar a la pequeña Mourenx francesa (Distrito de Pau), para descansar cobijados por la calidez de la familia. Con el renacimiento del sol, el camino esperaba ávido por nuestro recorrido hacia Marsella.

Ya en la portuaria y sureña ciudad, contemplé su abarrotada imagen, su peculiar aroma y, con el nuevo amanecer, sometí mi cuerpo en su fría playa cercana. Me deshice mirando el azul intenso de La Calanque, cuyas aguas, de intenso color, me adormecían. Crucé por las extendidas vías subterráneas de la ciudad, descansé en un verde parque en el que habitaban patos, tortugas y gallos. Me detuve, en ese mismo espacio, a ver la catedral que coronaba la ciudad, esa que puede ser vista desde cada rincón.

Foto: @manuelfcid
Elevada, guardiana, se distingue así Notre-Dame de la Garde. Desde sus predios, sobre la ciudad, me detuve a ver el puerto autónomo y el viejo. Sobre todo, más alta todavía, “La buena madre” quien, dorada, carga al niño mientras vigila el puerto. Se erige la catedral, entonces, recubierta de mármol, sobre un antiguo puesto de observación que servía anteriormente para resguardar la entrada marítima. Hoy es lugar de culto, el predilecto de los antiguos pescadores marselleses, quienes dejaron imágenes, como ofrendas, para decorar las paredes internas de la catedral. Atravesando la pequeña Cripta ingresé propiamente al templo, también recubierto de mármol y, sobre su altar, una imagen plateada de María y el Niño. Preferí salir solo y volver a contemplar las esculturas, como la de Jesús y María Magdalena, enternecedora, y seguir detallando la ciudad: con su Ayuntamiento, con la Basílica de Santa María la Mayor. Me senté, luego, para soñar con lecturas frente a la lejana imagen del Castillo de If. Arriba, con la catedral a mi espalda, 162 metros sobre el puerto, el perfume fresco hacía olvidar el aroma estancado de la ciudad.

Días después seguí hasta Saint Tropez, que poco alimentó mis expectativas, y, adelante, Saint Raphael con sus casas lujosas y sus postales marinas llenas de lanchas y yates, apostados, muchos, en el puerto o en ensenadas maravillosas (hasta un poco melosas). Bella y elevada, San Rafael permite el descenso a Cannes en donde el sueño del cine hace presencia. Caminé, así, frente al Martinez y el Carlton, para luego sentarme a degustar una costosa Pelforth mientras observaba las sombrillas playeras sobre las cuales se distinguían los bañantes y los grandes yates. El cine cobraba vida frente al mar. Las estrellas, los poderosos, bajo las sombrillas, se relajaban mientras yo disfrutaba de cada paso, de cada bocanada de aire, imaginando historias, imaginando encuentros. Lo cotidiano, para algunos, puede ser el pequeño milagro de otros.

Breve fue el recorrido por el país galo y rápido el retorno hacia Portugal. Cataluña se quedó como un suspiro, dejando sólo una compra difícil por las distancias idiomáticas impuestas. Un desvío no tomado, en Galicia, retraso nuestro arribo, hasta que por fin pudimos llegar y descansar tras el maratónico viaje.

En Portugal repasamos algunos lugares y visitamos nuevos Santuarios en Braga. Uno fue el Bom Jesus do Monte, con su inmensidad, con sus coloridos jardines y la posibilidad de un extenso recorrido por “el calvario”. La naturaleza y el catolicismo reinan juntos en espacios como éste. Luego nos esperaba otra catedral: la de Nossa Senhora do Sameiro, el segundo centro de mayor devoción mariana en Portugal, que –a través de su estrecho pasadizo– nos permitió llegar hasta el cimborrio para ver la ciudad y la extensión del santuario.


Foto: @manuelfcid
El viaje llegaba a su fin. La transformación que implicaba no dejaba rastro, aunque sí diversos contraste en las pupilas, incapaces de abandonar las comparaciones. Recorrimos el río Douro, llegamos al Peso da Régua, entre los viñedos gracias a los que degustamos los conocidísimos vinos de Oporto (vinhos do Porto). Paseamos por los alrededores de la hermosa Nossa Senhora da Penha y luego fuimos a la playera Aveiro, cuyos canales cruzan la ciudad y la convierten en una especie de Venecia portuguesa. Como punto final sólo quedaba Guimarães, la primera capital de Portugal, que permitió un interesante viaje por la historia del país ibérico gracias al Castillo de Don Alfonso Henriques y al Palacio de los Duques de Bragança. La historia, entonces, fue inicio y fin: los recuerdos familiares acompañaron los primeros pasos, mientras que la historia portuguesa, la de Alfonso I y Catarina de Bragança, concluyeron magistralmente este viaje con un brillante punto final.


Por Manuel Ferreira Cid

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