Es la noche de un sábado: noche viva pero encerrada, latiendo en locales nocturnos o en alguna calle transformada en discoteca. Noche de luces que transitan y de otras que, estáticas, decoran y enmascaran montañas, mostrando una ciudad distinta, brillante. Noche en la que, yendo contra esa corriente, muchos descansamos, sintiéndonos seguros en nuestras casas, como si fueran refugios frente a las amenazas de su misterio. Y es que, efectivamente, su oscuridad es como una mujer seductora (femme fatale), mujer que embriaga y enamora; pero que, al mismo tiempo, simboliza el peligro, es la incertidumbre de no saber qué se oculta en los rincones negros que la distinguen. Es también la guarida de quien aprovecha la escasa luz para, sigilosamente, atacar a las presas desprevenidas.
Desde
hace mucho tiempo la noche venezolana es una fruta prohibida. “Perdimos la
noche desde hace bastante”, atinó alguien a decir. Muchos, más allá de esto, valientemente
retan la suerte y buscan recuperarla, negados a aceptar esa triste sentencia,
esa derrota. Otros, resignados, asumieron la pérdida. Lo peor: ninguna postura
consuela ni tranquiliza del todo a quienes vivimos en la vibrante tierra de
Bolívar.
La noche mirandina |
Día
tras día, en efecto, la contundente realidad nos consume: el pincel de la
inseguridad traza sobre el lienzo del país obras que ya no sorprenden, pero que
sí resultan variopintas. Esa noche, ese sábado mencionado al inicio, se
entrelazó con un domingo que deslumbró entre el dolor, la preocupación y la
indignación. Jornada que inició con un vehículo sin sus cuatro cauchos, sólo
sostenido por un par de gatos hidráulicos, y civiles convertidos en investigadores,
quienes –al determinar los culpables del hurto (familiares de otro vecino)– vieron
retornar las ruedas con una peculiar petición anexa: “por lo menos devuélvenos
los gatos y, eso sí, quita la denuncia”. Día también en el que un joven, novio
de una conocida, fue asesinado a cambio de una moto, dejando una espesa mezcla
de sangre y lágrimas sobre el pavimento. Muchas historias así nos golpean, nos
hacen indignarnos ante la desfachatez y nos arrebatan sueños y seres. Historias
que dejan sin aliento y que quiebran las esperanzas. Nada más en 2013 fueron más
de 25.000 historias fatales y no quisiera saber ¿cuántas seguiremos contando?
Y
justo mientras planteo el tema de la noche y sus problemas, de la ambivalencia
entre la oscuridad seductora y la fatalidad que la rodea, me detengo a pensar en
muchas de esas historias y, entonces, me conduzco hacia la pregunta final:
¿sólo hemos perdido la noche? La respuesta se nos cuela entre la piel y
luego nos abofetea, nos permite entender que, entre el día y la noche, se nos
escapa diariamente el país, se nos escapa la sangre, aunque ahora muchos
quieran mostrar lo contrario con un triste y politiquero consuelo, que para
otros no es más que dolorosa mofa.
Por Manuel Ferreira Cid
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