“¡Aprended a
reflexionar más y más, a pensar! Los estudios que hacéis deben ser un momento
privilegiado de aprendizaje para la vida del espíritu. ¡Desenmascarad los eslogans, los falsos valores, los espejismos, los caminos sin salida!”
Juan Pablo II, en mensaje a los jóvenes de Francia. 1980.
Pensar es hacer silencio con uno mismo, poner en orden
nuestras ideas, partiendo de emociones significativas y haciendo uso de la razón
lógica. El pensar requiere quietud,
serenidad y meditación sobre lo conocido, procurando visualizar lo velado o lo
desconocido. Bajo un estado emocional alterado, bien sea de ira o de ofuscación,
se obstaculiza el pensar. Más bien hay que tomarse el tiempo para hacerlo, para
reflexionar apropiadamente. Darle refugio a las emociones entre nuestros más
entrañables afectos, permitirá que estos últimos actúen como un bálsamo,
devolviendo el oxígeno al cerebro y el sosiego al estómago. Recordemos que el
mismo Einstein llegó a afirmar que “los
problemas significativos que enfrentamos no pueden resolverse al mismo
nivel de pensamiento en el que estábamos cuando los creamos”.
En las últimas décadas, el hombre se ha caracterizado
por sustituir o contraponer “el pensar” con “el sentir”. Se actúa,
muy frecuentemente, según este último, sin meditar previamente. Caemos –muchas
veces– en lo irracional por no proceder de fundamentos firmes y estables, sino
de sensaciones externas “a flor de piel”, actos que pueden nacer, incluso, de las
carencias de ciertos valores.
Pensar, aprender a pensar y enseñar a pensar
constituyen un deber, son las tres
obligaciones inteligentes que los padres deben considerar como prioridad en la
educación familiar. Se trata, sin lugar a dudas, de una obligación
estrictamente moral. Enseñar a pensar en casa, y en la escuela, permitirá que
los niños procesen la información de manera cognoscitiva en lugar de
asociativa, acción que nos diferencia de los animales. Por lo tanto, al aprender
a pensar hacemos uso de una facultad que nos distingue y que nos permite
discernir entre el bien y el mal y, en base a ello, tener una especie de guía
que nos conducirá a lo largo de nuestra vida.
Aprender a pensar bien –decía el filósofo y teólogo español
Jaime Balmes– “consiste: o en conocer la verdad, o en dirigir el entendimiento por
el camino que conduce a ella”. Más allá de las posibles consideraciones sobre qué es la verdad (entendiendo, por supuesto, el carácter católico del
pensador), resulta importante que el entendimiento, como bien dice, se encamine
hacia la comprensión de la realidad a través del discernimiento, para que el
individuo pueda distinguir, por ejemplo, que “la
ingratitud, la injusticia, la destemplanza” son
aspectos rechazables.
La educación del siglo XXI enfrenta un gran reto: enseñar
a pensar. El pensamiento es la más importante faceta de la educación, pues al
intelecto le toca regir toda conducta humana, llevarla al punto de partida que le
dé un verdadero sentido a nuestra existencia, es el deber.
Ahora bien, pasearnos por la idea de formar grandes
pensadores, sin considerar la importancia de reconocer y controlar nuestras
emociones no nos garantiza el éxito al cual podemos pretender. Es necesario,
por tanto, enseñar también a reconocer todo aquello que nos agrada o nos
incomoda, que nos alegra o entristece en la vida, a manejar estas emociones; pero
a no actuar impulsados por ellas. Estos aspectos resultan claves para, a partir
de ahí, enseñar también a sobreponerse ante las dificultades y reencontrar la
motivación para salir adelante y alcanzar nuestros objetivos.
De todo lo anteriormente expuesto podemos inferir que enseñando
a pensar, a conocer y a controlar nuestras emociones, colaboramos en gran
medida con la transformación del “hombre y la mujer”, quienes pueden ser
capaces de mejorar la sociedad en la que vivimos y que hoy luce desbordada de
incoherencias. Esto es cierto, pero siempre que el discernimiento sea promovido
porque, de lo contrario, estas enseñanzas podrían generar mayores dolores de
cabeza, ya que estaríamos corriendo el gran riesgo de formar “delincuentes
hábiles”, como dice el reconocido pedagogo y sacerdote español Manuel Segura,
SJ. Una tarea importante de padres y educadores, entonces, es fomentar una
actitud crítica ante lo que se ha establecido como la “natural” forma de vida
en la sociedad. Hoy todo se tiene por moralmente posible o bueno. El relativismo en el que estamos subsumidos nos
desborda hacia el “permisivismo”, lo cual no nos permite discernir entre lo que
es moralmente bueno y lo moralmente malo.
Plantear discusiones, con nuestros hijos y alumnos, acerca de dilemas morales, permitirá que éstos “aprendan valores”. Canalizar
las propuestas, dadas por ellos, hacia posiciones justas, posibles y que
beneficien a las mayorías nos permitirá, igualmente, formar “personas asertivas” y capaces
de lograr su satisfacción personal, el reconocimiento social y, por ende,
éxitos integrales, incidiendo en
una sana convivencia y en la construcción de una mejor sociedad para todos.
Por María Teresa Martínez
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