Venezuela en su cuartel laberíntico
Luego
del triunfo de Hugo Chávez en diciembre de 1998, la promesa de lograr la
refundación de la República fue consolidándose –como bien sabemos– gracias a
las siguientes victorias del nuevo mandatario, que permitieron la modificación
de la Constitución de 1961. Con la nueva Carta Magna nació también la llamada V
República. En efecto, Venezuela tomó un nuevo rumbo y luego de dieciséis años podemos
afirmarlo enfáticamente. Por supuesto, ese cambio, que significó notables virajes
en algunos aspectos, terminó por mostrar su verdadera cara: más que una
transformación de 180°, representó la profundización de un estigma
bien conocido y relevante, que ocupa lugar preferencial en nuestra historia:
el caudillismo. Y, por supuesto, ¿quién mejor que un (ex) militar para “promover
cambios” y asumir tal rol en el incipiente siglo XXI?
Después
de varios sucesos, de que se conjugaran diversos acontecimientos, el poder
empezó a concentrarse peligrosamente en la figura de un hombre. Algunos
empezamos a pensar en que revivían los inicios de nuestro siglo XX. El
gobierno-partido fue controlando todo, confundiéndose con el Estado... Chávez hacía
y deshacía. Tanto controló, y tanto significó, que sus partidarios, en líneas
generales, no podían imaginar un gobierno sin el barinés. Me atrevo a decir que, incluso, a parte del pueblo opositor le costaba imaginar una Venezuela dirigida
por otro hombre, cosa que no dejaba de generar una notable depresión. La nueva
República ofrecía cheques en blanco por doquier, los Poderes se sometían a la
voluntad de la figura central y hasta los medios empezaron a ser controlados. El
gobierno personalista empezó a definir la verdad, el caudillo lograba así el cometido y su posterior muerte, por otra parte, terminó corroborando que está(ba)mos frente a una religión
política, ahora con un mesías sacrificado.
El
Poder, como droga, empezó a hacer su efecto desde hace tiempo. La evidente adicción se reflejó en
las acciones de los miembros del partido-gobierno y el temor, ante la posibilidad de la abstinencia, los obligó varias veces a prensar los dientes y a retorcerse. Pasó con
Chávez (recordemos, por ejemplo, cuando apareció junto al Alto Mando Militar para hablar de la
“victoria pírrica de mierda”) y ocurre ahora, más todavía, con los sucesores enfrentado tan delicada crisis económica. El vicio, que es
adicción y miedo, hoy hace que el gobierno se niegue a soltar un poco los hilos con los que
maneja todo. La verdad, entonces, fue convertida en feudo, desde que Chávez gobernaba, y el régimen del heredero hasta le creó un noticiero con su nombre. Las afirmaciones gubernamentales empezaron a ser la verdad y,
más preocupante todavía, las obvias mentiras también. Igualmente, las exageraciones y las omisiones, del oficialismo, sirvieron, y lo siguen haciendo, para configurar las certezas. Lastimosamente nuestro presente, cada vez más, parece una versión de la película Wag the dog. En otras palabras: no importa qué tan evidente sea la ficción presentada por el gobierno, si
se repite constantemente como si fuera verdad en los medios. Y los dirigentes rojos son tan efectivos
en esto (como afirmó Luis Ugalde: el gobierno sólo ha sido verdaderamente eficiente en su trabajo propagandístico) que aunque la actualidad nos golpea, no falta quien crea y defienda altivamente todo el cuento de la guerra económica, sin reparar en los notables detalles contradictorios.
Hoy, en consecuencia, los justos reclamos, las desnudadas incongruencias, quedan al margen, son transformadas en silencio, o en susurros, frente a las repeticiones de la gran maquinaria comunicacional del oficialismo. Hoy el Presidente de la Asamblea, sin importar lo que se vive en Venezuela, sigue decidiendo quién habla, quién dirige comisiones, cuál es la autocrítica permitida y quién puede reclamar. El mandatario Nicolás Maduro, igualmente, puede aprobar que se encarcelen empresarios, en medio de shows mediáticos (tan nocivos política-económicamente), luego de –contradictoriamente– hacer un llamado conciliador a las empresas privadas y solicitar el apoyo de los economistas críticos. Hoy vivimos de acuerdo al legado del gobierno personalista de Chávez. Y, ante la pregunta que Luis Ugalde formuló en su artículo “Prohibido hablar”, puedo decir que la respuesta es evidente: Diosdado Cabello y muchos otros dirigentes revolucionarios consideran que nuestro país es un cuartel (otra imposición), en donde todos deben obedecer cuando el militar manda a callar. Hoy, por si fuera poco, la acción de la disidencia es también controlada por el poder gubernamental para que no haga daño, pero para que sirva, al mismo tiempo, de triste disfraz que reafirme “la democracia”.
Por Manuel Ferreira Cid
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