lunes, 6 de octubre de 2014

La visita inesperada de "El último fantasma"

Aviso para despistados: los años sesenta quedaron atrás
El último fantasma. (83)

Generalmente asociamos los viajes con procesos de transformación. En este caso, nuestro protagonista, Felisberto, no es quien lo emprende propiamente, sino su esposa; pero justamente, después de la partida de su compañera, este escritor retirado empieza a recibir inesperadas visitas. En un principio no logra identificar quién es el fantasmón que rondó su cuarto en la madrugada; pero pronto descubre lo que la propia portada del libro anuncia: en una de las poltronas de su casa aparece el fantasma de un reconocible Vladímir Ilich Uliánov, mejor conocido como Lenin.

En pleno “Socialismo del siglo XXI (venezolano), Eduardo Liendo (2008) narra la historia de un escritor veterano, también (como él) excomunista. Felisberto, que bien podríamos entenderlo como una especie de doble ficcional o alter ego del autor (tomando en cuenta las semejanzas entre ambos), se sorprende cuando ve que “el último fantasma” es justamente Lenin. A partir de ese momento, la novela continúa su recorrido entrelazando la realidad (de Venezuela, de la antigua URSS) con la ficción, dejándonos largas y entretenidas conversaciones entre el protagonista y su peculiar visitante. Charlas que no dejan de promover la reflexión acerca del movimiento guerrillero venezolano de los sesenta, sobre la (in)aplicabilidad y características de aquel sueño rojo soviético y, por supuesto, sobre el presente nacional, o más bien sobre ese pasado muy reciente, dominado por –en palabras de Felisberto– “el gran Papa Upa” y sus camisas rojas, quienes se negaron a ver el descalabro de los mitos y de las tesis derrotadas por la realidad” (83).

El escritor, en su afán por no aburrirse y por dejar de pensar tanto en la ausencia de su esposa (con la cual habla esporádicamente y de quien eventualmente recibe postales), camina por una de las “todavía tranquilas zonas de una ciudad en decadencia. Pero, al volver a la casa, se encuentra nuevamente con el fantasma o con detalles que anuncian la previa estancia de éste en su apartamento. En cierto sentido, gracias a estos encuentros, Felisberto al igual que su esposa inicia su viaje: un viaje al pasado a través de la memoria, siempre acompañado por el visitante. Lenin, más bien la representación del “soñador temerario”, del máximo líder de la revolución soviética, empecinadamente continúa visitando a quien, desde un principio, asegura que no se dejará utilizar por ningún fantasma. Entonces, momentos tensos, conversaciones que se pasean por la crítica, por el humor e incluso por especies de ajustes de cuentas, caracterizan sus encuentros. El líder soviético, curiosamente, mientras altivamente rechaza los frecuentes ataques del aficionado Felisberto, disfruta del sabor de varias coca-colas, se interesa por las nuevas tecnologías del capitalismo y prefiere que Felisberto le cuente acerca de su exilio en la extinta Unión Soviética, invitándolo de esta forma a retomar el viaje. El escritor, aunque acepta y melancólicamente rememora su agradable estancia en aquel territorio (en ciudades como Moscú y San Petersburgo), aprovecha, de tanto en tanto, para comentar los resultados catastróficos de aquel sueño y las incoherencias que, siendo joven, no pudo divisar. Es que, admite, no le fue fácil comprender “que paralelamente a ese mundo de fraternal solidaridad se mantenía un régimen represivo y perverso con numerosos presos de conciencia y perseguidor de toda disidencia” (127). Durante su juventud era fiel “creyente de su descomunal leyenda, de su agudeza visionaria, de la sabiduría de sus escritos, de su supuesta grandeza de alma, señor Lenin” (61). Claro, lejos quedaron esos días. Este Felisberto ya no es el joven e impetuoso militante, ya puede identificar los antiguos errores, las mezclas incongruentes que, sobre la mesa, sirven de mantel para los encuentros, casi siempre acompañados por las también contrastantes vodka-colas que toman. Este Felisberto, en definitiva, es quien por fin puede afirmar frente al último fantasma: usted [Lenin] no es ese hombre justo y de espíritu generoso que nos hicieron ver (80).

Al final, entre el vodka, de autoría rusa, y la gaseosa, símbolo del capitalismo americano, queda poco margen para los idealismos. Felisberto, curtido, jubilado, se va cansando de su visitante, hasta que su viaje, ese que inició con los diálogos ocurrentes y brillantes, va llegando a su fin cuando el regreso de su esposa es inminente. Los dos viajes concluyen casi paralelamente. El fantasma, ya más parecido a la momia que –orgullosamente– dejaron exhibida los comunistas soviéticos, se va por la puerta trasera de una casa a la que nunca fue invitado. La narración hace que el final sea previsible con bastante anterioridad; pero el encanto de esta novela no está en el fin sino en el recorrido, no en el arribo sino en el propio viaje, en el transcurso mismo de una obra que nos atrapa, que nos hace querer continuar el camino, disfrutando de la correcta prosa, de las interesantes anécdotas y pensando, a partir de ella, ¿cómo no?, en temas que nos (pre)ocupan desde hace algún tiempo.

 Por Manuel Ferreira

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