Convivir es, simplemente, vivir con los otros. Ahora
bien, la convivencia realmente es más compleja de lo que su significado
indica. Ésta, para que sea sana, debe ser armoniosa, procurando que las
relaciones interpersonales se fundamenten en la buena comunicación, en el
respeto, la tolerancia y, preferiblemente, el afecto. La convivencia, en este
sentido, parte de aceptar la diversidad y, desde el diálogo y los valores, dar
respuesta a las necesidades de todos. La convivencia representa también un
duro e interminable proceso de
aprendizaje que se inicia desde la niñez. El punto de partida para lograr
convivir en el pleno sentido de la palabra -en comunidad- es conocer y valorar
nuestros derechos y los derechos de los demás, cumpliendo cabalmente con
nuestros deberes.
En el seno de cada familia existe un orden esencial en
el cual todos sus miembros se sienten cómodos y seguros. Los Padres, los
mayores, deben estar disponibles en calidad y cantidad de tiempo para asegurar
una buena comunicación con los hijos, respondiendo sus inquietudes, guiándolos
y orientándolos. Los adultos deben empezar a entender que es fundamental
convivir sanamente y que los hijos deben iniciar, cuanto antes, ese
interminable proceso de aprendizaje que colaborará con la formación de
ciudadanos capaces de vivir con los demás, teniendo siempre como norte el
respeto.
En el día a día, los Padres deben promover en sus
hijos el reconocimiento de la figura de autoridad, que representan los mayores,
cuando fijan posiciones en conjunto, con límites claros y bien definidos,
dirigidos a canalizar las conductas de éstos. Cuando papá y mamá, por el mayor
acto de amor hacia sus hijos, son capaces de hacer un alto en sus
diferencias para establecer acuerdos, en
pro de los hábitos y la disciplina de ellos, contribuyen con el aprendizaje del
reconocimiento de esta figura, lo cual se extenderá posteriormente a la figura
del maestro y así sucesivamente.
Por otra parte, la autoridad debe ser ejercida bajo el
cobijo, la protección y el amor familiar. Una autoridad que, para no perder
credibilidad, debe sustentarse en pilares sólidos y coherentes. La gran misión
de los mayores es modelar a través del ejemplo coherente entre lo que se dice y lo que se
hace, en un ambiente de afecto, respeto, tolerancia y cooperación entre todos
los miembros de la familia, para así lograr sembrar la semilla de la cual
germinarán los valores que permitirán la formación integral desde temprana
edad, procurando que, en un futuro, los niños de hoy se conviertan en hombres y mujeres de bien, capaces no sólo de
vivir y convivir, sino de contribuir con valiosos aportes para que mejore la
calidad de vida de todos.
De igual manera, la escuela tiene la gran
responsabilidad en la enseñanza y puesta en práctica de la educación en valores. Educar en valores
implica desarrollar la capacidad crítica de los estudiantes para ejercer la
libertad, el respeto, la solidaridad y la tolerancia en el contexto de una
sociedad plural. La escuela, apoyada por la familia, debe ser la que propicie
la participación de los alumnos en la promoción de la paz, el ejercicio de los
principios democráticos, toma de decisiones y en la resolución de los conflictos
que surjan como resultado de las actividades propias de la vida escolar. Es
decir, la escuela debe promover e impulsar la ciudadanía activa y la
vinculación de sus miembros con su comunidad más próxima, para –de esta manera–
hacerlo extensivo, poco a poco, al resto de los miembros de la sociedad.
En tal sentido, los colegios igualmente deben
difundir los aspectos más resaltantes de la Ley Orgánica de Protección del
Niño, Niña y Adolescente (LOPNA), Ley Orgánica de Educación (LOE) y los
Acuerdos de Convivencia, así como promover la formación de los "Mediadores por
la Paz Escolar", como se hace, por ejemplo, a través del Programa del Buen Trato (impulsado por el Municipio Chacao y CECODAP).
La idea es que, poco a poco, las instituciones educativas permitan la
incorporación de más estudiantes en la toma de decisiones frente a situaciones
que les conciernen, en las diferentes actividades que desempeñan, para que
colaboren con la resolución de los conflictos y presenten propuestas
relacionadas con los posibles procedimientos que deben seguirse frente a
determinados hechos.
En definitiva, sea en la escuela, en el seno
familiar o en cualquier otro espacio, el
llamado es a que, cada uno de nosotros, contribuyamos con el fortalecimiento de
los valores y promovamos la sana convivencia, a través del ejemplo y del
diálogo. No basta con quedarnos sentados y repetir una y otra vez que “los
valores se han perdido”, si no somos capaces de asumir las responsabilidades e
intentar cambiar esta realidad. No menospreciemos los espacios propicios para
conversar en nuestros hogares y en las
aulas, cediendo momentos para que los niños, adolescentes y jóvenes participen
con seguridad, sin temor alguno. Es una necesidad que los adultos entiendan y
sepan explicar, por ejemplo, que hay diferencias entre solidaridad y complicidad,
que debemos cumplir con nuestros deberes para hacer exigibles nuestros derechos,
que siempre es mejor resolver los conflictos desde el ganar-ganar, armonizando los intereses individuales con los
intereses colectivos. Todos debemos poner nuestro
grano de arena para mejorar el presente y, formando a las nuevas
generaciones, garantizar un mejor futuro.
En estos
tiempos difíciles, el gran reto que tenemos como seres humanos –desde mi
perspectiva– es vivir poniendo los pies bien firmes sobre la tierra.
Proponernos, cada uno, mirar más hacia nuestro interior, valorando y cultivando
nuestras potencialidades y riquezas, y colaborando (desde nuestras
posibilidades) con las mejoras que necesita nuestro país. Es también
fundamental, por supuesto, que no seamos promotores de los antivalores que
tanto criticamos: no le pidamos, al otro, que haga aquello que nosotros somos
incapaces de hacer. Al final, es así de
simple cómo cada uno puede honrar su paso por el mundo, sin importar demasiado
el rol que desempeñe, aprendiendo, conviviendo sanamente y poniendo al servicio
de los demás lo que se ha aprendido.
Por María Teresa Martínez
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