Un año después de la muerte
de Hugo Chávez
Los jefes políticos y religiosos persuaden a sus partidarios
de que están amenazados por un enemigo,
y así provocan la respuesta subjetiva de hostilidad reactiva
Erich Fromm. El corazón del hombre
En un abrir y cerrar de ojos ya había ocurrido: la
calle estaba llena de retratos, los vendedores mercadeaban porfiados, entre otros objetos, con la imagen del entonces
Presidente Nacional: Hugo Chávez. Al principio (años atrás, cuando comenzó el
fenómeno) pensé que su imagen se igualaba a la de cualquier actor famoso, rockstar o divo de la cultura popular de
los medios. Sin embargo, en un programa
de televisión, en el que un hombre era entrevistado dentro de
su muy humilde morada, observé la verdadera condición del fenómeno: una figura pequeña
(mini busto) del Presidente Chávez aparecía en el altar hogareño, acompañada tanto por velas, aún humeantes, como por sendas representaciones de José
Gregorio Hernández y el Negro Primero.
Me pregunté, en aquel entonces, ¿tan necesitados
estamos de una figura mesiánica? La respuesta era evidente. Venezuela, añorante e idealizadora de sus próceres independentistas, parecía aceptar –agradada– la
presencia de un nuevo redentor, como si se tratase de la reencarnación del mismísimo
Libertador. El tiempo pasó y el gobierno profundizó esta idea, alabando al
líder y atacando al eterno enemigo que, desde el norte, funcionaba como
perfecto antagonista.
Posteriormente, cuando reapareció la enfermedad del
Presidente Chávez, el gobierno aprovechó la situación para promover –aún más– la mitificación de su figura:
programas de televisión recordaban momentos emblemáticos, celebraciones de antiguas
“hazañas” también mitificadas (como la del 4F), cadenas comunicacionales que mostraban
los eventos previos a la partida del Presidente (hacia Cuba) siempre con cargas
emotivas de suma intensidad. Repitiendo además, por la radio, ciertas frases de
Hugo Chávez, especialmente aquella súplica que rezaba: “Cristo, tú mandas,
señor, pero dame un tiempo más, hay mucho por hacer”. Y así sucesivamente hasta la presentación de la famosa foto del Presidente con sus hijas, que
inmediatamente se convirtió en estampita vendida como “pan caliente” en las
calles del país.
Cuando se anunció el regreso de Chávez, una reunión
popular mostró de nuevo esa emoción colectiva, parecida a la de los
cultos religiosos. Las personas acompañaban su transitar, por las calles, con
la estampita del convaleciente y sus hijas. Todo me hizo recordar (salvando
las distancias) una lectura acerca de cierta devoción popular hacia un famoso mandatario asiático. Mientras seguía la ausencia mediática de Chávez (a pesar de su regreso), continuó ese
proceso de construcción del culto alrededor del líder de la Revolución
Bolivariana, con sus peculiaridades caribeñas. Los fieles seguían orando y eran
llamados a hacer lo necesario frente a las adversidades. Todo mal era
justificado y nada parecía salpicar la inmaculada imagen del Presidente.
Entonces, entre la incertidumbre y las especulaciones,
la noticia de la muerte llegó. El país se detenía lentamente. Las ciudades
parecían postales, petrificadas, con personas expectantes, incrédulas o
asustadas. Después de tantos años costaba creer que el máximo líder de la
Revolución se desvanecía, abandonando así su condición terrenal para consolidarse,
más que nunca, como esa imagen divinizada que venía confeccionándose desde años
atrás. Nicolás Maduro emergió como sucesor, proclamado así por el patriarca
antes de la partida. Él se autodenominó “el hijo de Chávez”, heredero –entonces– del trono y posteriormente venció, por escaso margen, al contendiente opositor en una
controversial disputa. Luego elevó el puño, ese puño de acero del que habló
el líder antes de morir, y enfiló sus lanzas verbales contra la burguesía
nacional y contra el Imperio, posible causante, según explicó, de la extraña
enfermedad del Comandante, que hasta hacía poco sólo denominaban cáncer.
Gritaron (y siguen gritando) “Chávez vive, la lucha
sigue”. Iniciaron el mentado “Gobierno de calle” y consideraron prudente
mantener a Maduro en los medios, constantemente, hasta hoy en día. Intentaban,
así, enmascarar la complejísima situación económica, la creciente inseguridad y
los errores comunicacionales del nuevo Presidente, siempre apoyándose en la imagen protectora
del difunto mandatario, “supremo líder y segundo libertador de Venezuela”.
Sin embargo, un año después de la muerte de Hugo
Chávez, los problemas se incrementan y no parece avecinarse una verdadera
solución. La máscara, mientras tanto, se empequeñece frente al sostenido avance
de la crisis. El gobierno hace notables esfuerzos mediáticos para justificarse
y para recuperar esa credibilidad que decayó (evidente en la última contienda
presidencial), a través de las estrategias típicamente utilizadas por el antecesor;
pero, mientras, la abrumadora realidad no deja de golpear al venezolano: la
delincuencia, la inflación y la escasez nos engullen. Lo peligroso es que, después
de quince años, aún es difícil divisar el fondo del hueco en el que caemos y
una importante parte del pueblo se mantiene fiel a ese culto que confunde el
descenso con sueños. Un culto representado por un gobierno que además se
vende como paternalista, mientras amenaza a sus opositores con su arma más
letal: partidarios persuadidos, grupos armados, dispuestos a brindar esa
respuesta hostil de la que habla Fromm en el epígrafe.
Por Manuel
Ferreira Cid
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