Determinamos al pueblo hablándole de magnanimidad y valor;
y cuando un hábil orador quiere inclinarle a un fin menos decente,
es menester a lo menos que él se encubra con los visos de
estas prendas.
Nicolás Maquiavelo
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Propaganda de Hugo Chávez |
Uno de los aspectos más llamativos y, por qué
no admitirlo, exitosos de este gobierno tiene que ver con lo vinculado al mundo
de la propaganda y, especialmente, al de la palabra en sí. Desde un inicio el régimen
empezó a confeccionar su estrategia que iba, por ejemplo, desde variar el
nombre del país, agregar una estrella más a la bandera, hasta redefinir instituciones. El ex
Vicepresidente y periodista José Vicente Rangel llegó a sentenciar, hace poco más de un año, que “el arma
más poderosa de Hugo Chávez fue la palabra”. Yo, particularmente, estoy de
acuerdo con esta afirmación. No me quedan dudas de que, a través de la palabra articulada
por el hábil orador (sin dejar de lado el mérito de sus asesores), el imaginario colectivo, así
como determinados conceptos y/o concepciones, comenzaron a cambiar.
En un principio estos cambios podían parecer
inofensivos, pero iban aclarando los objetivos. ¿Qué importancia podía tener
–pensamos muchos– que un parque o una librería cambiaran sus nombres? Incluso
¿qué tan importante podía ser que el propio país se denominara de forma
diferente? Hoy podemos responder esto con más certeza. El proceso anterior, causante de todos los males del país (junto al Imperio), debía quedar –con todo y sus nombres– bajo tierra; excepto cuando fuera necesario recordarlo para revivir, en la memoria, los desmanes y justificar los errores y las dificultades del presente. Pero más que sepultar hasta
los nombres indígenas de “la IV”
(pensemos en Kuai-Mare), estas decisiones apuntaban a una verdadera
revolución conceptual.
La polarización, de esta forma, fue creciendo y
la caracterización peyorativa del contrario fue afianzándose. Ya no bastaba con
quitarle el “Rómulo Betancourt” al Parque del Este, sino que debían redefinir,
igualmente, a quienes rechazaban las políticas del gobierno. Quien criticaba o
se oponía al régimen, hiriendo así el narcisismo de los gobernantes, empezó a
ser denominado como “escuálido”, “burgués”, “capitalista”, entre otros.
Recordé entonces una frase típicamente atribuida al escritor argentino Jorge Luis Borges: “Hay
comunistas que sostienen que ser anticomunista es ser fascista. Esto es tan
incomprensible como decir que no ser católico es ser mormón”. En efecto, y más
allá de lo políticamente controversial que fue Borges, esta frase puede
hacernos entender mucho acerca de nuestro presente: en la Venezuela de la “V República”
ser opositor se convirtió y se consolidó como un sinónimo de “pitiyanqui”, de “fascista”. Ser
antichavista es ser fascista. Pero no sólo esta incoherencia se impuso: hoy para
ser burgués, curiosamente, ya no es necesario acumular capital, sino
adversar al Presidente. Y, más resaltante todavía, tener un monopolio comercial
no implica ser capitalista, si se anda de
buenas con el gobierno. Recordemos, por ejemplo, cómo Cisneros pasó de ser
uno de los “jinetes del apocalipsis” (por Venevisión), a ser un “empresario
revolucionario” cuando aceptó la tregua o, mejor dicho, hizo las paces con el gobierno de
Chávez. En definitiva, los términos se adaptaban y se adaptan a las tendencias
partidistas, e incluso pierden muchas veces sus significados o sus
implicaciones. Lo más grave: tan efectiva es la estrategia que hasta los
opositores, por mucho tiempo, salían a la calle con franelas que decían “yo sí
soy escuálido”, acompañando, esta frase, hasta con caricaturas de tiburones. Imagino la risa, la satisfacción, que
le debió generar esto al ahora difunto Presidente.
El impacto de la palabra es tan importante que
la gente vive su cotidianidad sin cuestionarse, en mayor medida, acerca de las
contradicciones gubernamentales. Incluso hasta los opositores, muchas veces, creen darle una vuelta humorística al asunto, mientras realmente asumen muchas de las sentencias. Llama la atención que poco se cuestione por
qué el gobierno critica el capitalismo, el neoliberalismo, para después abrazar
y negociar con empresas transnacionales como Odebrecht. Los partidarios del gobierno repiten y
acusan a los burgueses, asienten cuando se ataca a Empresas Polar, pero no
sospechan del régimen cuando el Presidente aparece en cadena nacional hablando
y estableciendo acuerdos con representantes de empresas muy poco socialistas como Nike, New Balance o Toyota. En
definitiva, parecen importar poco las contradicciones cuando el propio
significado de cada palabra puede variar de acuerdo a la tendencia y a las necesidades políticas. De igual forma, hoy –por ejemplo– el gobierno “busca” mostrar su
apertura, su deseo de dialogar; pero actúa de manera
opuesta, agrediendo y continuando con los insultos, sin indignar con esto a sus
seguidores. Hoy poco parece importar que el pueblo sea tan alabado y tan
mencionado, pero –al mismo tiempo– sea tratado como lisiado o incapaz, como
cuando se le dice qué ver en un medio de comunicación, porque, ergo, es incapaz de discernir y de escoger apropiadamente por sí solo
(¿si no para qué establecer esa “hegemonía comunicacional”? O ¿por qué abusar
de las monologantes cadenas de radio y televisión?). Es que, lamentablemente, como señalaba
Maquiavelo en El príncipe, “quien
engaña siempre encuentra a alguien que se deja engañar”.
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Propaganda de Nicolás Maduro |
Claro, este manejo del lenguaje, este trabajo
propagandístico y, por consiguiente, de persuasión depende, como señala el psicoanalista Erich
Fromm en el Corazón del hombre, del
vínculo emocional “de la mayoría de la gente respecto de sus líderes políticos”.
Es por esto, en el presente, que se continúa el trabajo de mitificación de la
figura de Chávez, para que los partidarios, también en palabras de Fromm, acepten “como real cualquier cosa que se exponga”. En nuestro presente
resulta claro este objetivo gubernamental: mantener ese vínculo emocional e
intentar que empiece a generarse algo semejante entre la gente y el nuevo
Presidente. La severa crisis económica, que coincidió con el inicio del mandato
de Maduro, es sin duda el gran obstáculo (sin olvidar que las conexiones
emocionales no se heredan y menos si la genética no participa realmente). El actual Presidente,
que no cuenta con el apoyo que recibió Hugo Chávez, se aferra a la imagen de
éste, mientras intenta emular sus pasos como “buen hijo”; pero en contra tiene
la escasez, la inseguridad y la propia incompetencia. Falta, por supuesto, que
los adversarios se decidan a entrar de lleno en el campo de batalla (el de la
palabra) para hacer entender, a quienes siguen creyendo en este
proceso infausto, que verdaderamente hay
otro camino, uno distinto al de los móviles primitivos profundizados por
este decadente proceso: la venganza, el resentimiento, que además producen diversas formas de
violencia (aunque contradictoriamente, de nuevo, se hable de paz y de amor).
Que la propuesta no copie la fórmula criticada, sino que empecemos a hablar y a
conformar una sociedad productiva, con personas capaces de desarrollar su potencialidad,
de vivir y de ya no ser inválidos dependientes de las migajas de un gobierno que abraza la muerte. Por supuesto, antes hay que desmontar, en primer lugar y con habilidad, el rojo reino de
la palabra.
Por
Manuel Ferreira Cid
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