Foto: Correo del Orinoco |
«Buenos
días señores». La gente empezaba a poner mala cara ante la interrupción de un
pasajero que ya concebían como molesto. La voz de ese individuo, parado en un
extremo del vagón, aumentaba la predisposición del resto de los usuarios: esa
voz particular que no tienen todos, si es que existe una voz común. Era el
Metro en una mañana calurosa, desplazándose nuevamente, como cada día, producto
mismo de un desplazamiento; es la cotidianidad de esos cinco días que perfectamente parecen ser más. «Buenos días», respondieron algunos.
«Gracias a los educados señores que contestaron. Bien sé que muchos no
responden porque les molesta esto que viven comúnmente, que se repite. Sé que
muchos prefieren la indiferencia.
Pero escúchenme un momento y, después de hablar, me verán algunos, muchos de quienes
ahora no me miran». La gente pensaba, pero ¿qué pensaba la gente? Seguramente en la fiel inmortalidad del
cangrejo (tan mortal como todo). Otros, en el fastidio causado por esa voz
que se abría paso en medio del vagón, el cual –a decir verdad– de vagón tenía poco:
más parecido, en realidad, a una lata llena de sardinas bien compactadas.
«Señores, sí, vengo a pedirles una colaboración, pero principalmente vengo a
dejarles un mensaje, un mensaje para que protejan a sus seres queridos, un
mensaje que nace del dolor de mi pecho, un mensaje para que eviten que sus
hijos, al igual que yo, contraigan el VIH». Efectivamente, muchos lo miraron,
muchos de los antiguos indiferentes.
En
frente, un señor elevó la vista sobre su periódico y me vio (después de
escuchar esa frase soltada) para –posteriormente– seguir leyendo. El periódico
era de fácil manejo, con una noticia en primera plana muy parecida a la
titulada por los otros periódicos, pero caracterizada por su lenguaje coloquial. A la derecha, una señora amamantaba a una bebita, quien, al parecer,
más escuchó el mensaje de aquel hombre que su propia madre, porque inmediatamente
soltó la fuente alimenticia y posó su vista en la persona que continuaba
hablando y caminando. «El uso de preservativos es importante», continuaba diciendo,
pero ya nadie miraba, sólo dudaban. «No quisiera pedirles dinero, pero no tengo trabajo. Soy
estilista y me han despedido. En otros lugares esto no es así, en otros lugares el
SIDA es igual que el cáncer, que cualquier enfermedad. Si les da miedo tocarme,
eso no me molesta: colocaré mi gorra y podrán depositar ahí lo que quieran
brindarme».
¿Han
visto la cara de la gente? Apilados en el vagón, algunos observan el techo, evitan
cruzarse las miradas y no permiten que sus bocas se destensen. Nadie está
contento. Sólo parecen estarlo aquellos jóvenes que ríen y bromean en grupo. Es
el Metro y la realidad. Es el caminar bajo el sol y entrar a una lata de
sardinas, durante las horas pico, para perder el aire más que para desplazarse. Es el poder cruzar las fronteras junto a gente que habla, que calla, que mira y se sostiene
como puede; que escucha la música estruendosa e impositiva de aquel celular. Es, también, la voz del
hombre que pasa a duras penas recogiendo las migajas del suelo. Las migajas de la
sociedad. En esa ocasión, con esa historia que se parece a tantas otras, el joven pasó y recibió el dinero que algunos le dieron mientras mantenían las mismas malas caras del principio, quizá también los mismos rostros indiferentes o dubitativos.
Es, finalmente, la novela de los días, que se escribe con el caminar del pueblo. En algún momento alguien se librará del trepidante paso de la multitud, saltará sobre las páginas gracias a un impulso repentino. Pero, después,
seguramente, volverá a enfrentar esa caminata, aunque sus pies estén quietos,
aunque sus pies no quieran moverse; simplemente, se dejará llevar cargado por
la gente, que camina y camina, que va y viene mecánicamente. Las masas pasan,
vuelven, inician – se transforman – finalizan; siempre en colas, en el país de las
largas colas, arriados por un dios imaginario, muy imaginado y admirado, ¿o perdido? Sonó entonces algo dentro del caluroso vagón, se detuvo el transcurrir y salió la gente
golpeando a la gente, el rebaño golpeando rebaños, embistiendo y, en un
letrero, que el astigmatismo volvió borroso, divisé un molesto mensaje «revolucionario», acompañado por rostros diversos que parecían reírse del espectáculo, de aquella tragedia.
Por Manuel Ferreira
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