Foto: @manuelfcid |
Ya
en la portuaria y sureña ciudad, contemplé su abarrotada imagen, su peculiar
aroma y, con el nuevo amanecer, sometí mi cuerpo en su fría playa cercana. Me
deshice mirando el azul intenso de La Calanque, cuyas aguas, de intenso color,
me adormecían. Crucé por las extendidas vías subterráneas de la ciudad,
descansé en un verde parque en el que habitaban patos, tortugas y gallos. Me
detuve, en ese mismo espacio, a ver la catedral que coronaba la ciudad, esa que
puede ser vista desde cada rincón.
Foto: @manuelfcid |
Elevada,
guardiana, se distingue así Notre-Dame de la Garde. Desde sus predios, sobre
la ciudad, me detuve a ver el puerto autónomo y el viejo. Sobre todo, más alta
todavía, “La buena madre” quien, dorada, carga al niño mientras vigila el
puerto. Se erige la catedral, entonces, recubierta de mármol, sobre un antiguo
puesto de observación que servía anteriormente para resguardar la entrada
marítima. Hoy es lugar de culto, el predilecto de los antiguos pescadores
marselleses, quienes dejaron imágenes, como ofrendas, para decorar las paredes
internas de la catedral. Atravesando la pequeña Cripta ingresé propiamente al
templo, también recubierto de mármol y, sobre su altar, una imagen
plateada de María y el Niño. Preferí salir solo y volver a contemplar las
esculturas, como la de Jesús y María Magdalena, enternecedora, y seguir detallando
la ciudad: con su Ayuntamiento, con la Basílica de Santa María la Mayor. Me
senté, luego, para soñar con lecturas frente a la lejana imagen del Castillo de
If. Arriba, con la catedral a mi espalda, 162 metros sobre el puerto, el
perfume fresco hacía olvidar el aroma estancado de la ciudad.
Días
después seguí hasta Saint Tropez, que poco alimentó mis expectativas, y,
adelante, Saint Raphael con sus casas lujosas y sus postales marinas llenas de
lanchas y yates, apostados, muchos, en el puerto o en ensenadas maravillosas (hasta un poco melosas). Bella y elevada, San Rafael permite el descenso a Cannes
en donde el sueño del cine hace presencia. Caminé, así, frente al Martinez y el
Carlton, para luego sentarme a degustar una costosa Pelforth mientras observaba las sombrillas playeras sobre las
cuales se distinguían los bañantes y los grandes yates. El cine cobraba vida
frente al mar. Las estrellas, los poderosos, bajo las sombrillas, se relajaban
mientras yo disfrutaba de cada paso, de cada bocanada de aire, imaginando
historias, imaginando encuentros. Lo cotidiano, para algunos, puede ser el
pequeño milagro de otros.
Breve
fue el recorrido por el país galo y rápido el retorno hacia Portugal. Cataluña
se quedó como un suspiro, dejando sólo una compra difícil por las distancias
idiomáticas impuestas. Un desvío no tomado, en Galicia, retraso nuestro arribo,
hasta que por fin pudimos llegar y descansar tras el maratónico viaje.
En
Portugal repasamos algunos lugares y visitamos nuevos Santuarios en Braga. Uno
fue el Bom Jesus do Monte, con su inmensidad, con sus coloridos jardines y la posibilidad de un extenso recorrido por “el calvario”. La naturaleza y el catolicismo reinan
juntos en espacios como éste. Luego nos esperaba otra catedral: la de Nossa
Senhora do Sameiro, el segundo centro de mayor devoción mariana en Portugal,
que –a través de su estrecho pasadizo– nos permitió llegar hasta el cimborrio
para ver la ciudad y la extensión del santuario.
El
viaje llegaba a su fin. La transformación que implicaba no dejaba rastro,
aunque sí diversos contraste en las pupilas, incapaces de abandonar las
comparaciones. Recorrimos el río Douro, llegamos al Peso da Régua, entre los viñedos gracias a los que degustamos los conocidísimos vinos de Oporto (vinhos do Porto).
Paseamos por los alrededores de la hermosa Nossa Senhora da Penha y luego
fuimos a la playera Aveiro, cuyos canales cruzan la ciudad y la convierten en
una especie de Venecia portuguesa. Como punto final sólo quedaba Guimarães, la primera capital de Portugal, que
permitió un interesante viaje por la historia del país ibérico gracias al
Castillo de Don Alfonso Henriques y al Palacio de los Duques de Bragança. La historia, entonces, fue inicio y fin: los
recuerdos familiares acompañaron los primeros pasos, mientras que la historia portuguesa,
la de Alfonso I y Catarina de Bragança, concluyeron magistralmente este
viaje con un brillante punto final.
Foto: @manuelfcid |
Por Manuel Ferreira Cid
No hay comentarios.:
Publicar un comentario