Enrique Anderson-Imbert. Fuente: Harvard Gazzette |
Al pie de la Biblia abierta -donde estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el
frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y
bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces disparó su
revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero quién, cuándo?-
alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas por cartuchos de
fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas. Inútil. Cerró la Biblia,
recogió las cartas y salió del cuarto en momentos en que el dueño del hotel,
mucamos y curiosos acudían alarmados por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su
mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en
la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se
desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las carnes
blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban su lisitud
como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los
fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el
balcón y antes de tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres
desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la ciudad
incendiada.
Enrique Anderson Imbert
Fuente: CiudadSeva
Fuente: CiudadSeva
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