Ana Klein estaba sentada en su consultorio
escuchando al joven de las 5.40 pm. Miró el reloj disimuladamente, nunca se
sabe en qué momento la persona pudiera voltearse y sorprender al terapeuta en
la impaciente situación de ver la hora. Sus sesiones tenían una duración
establecida en 45 minutos y todavía faltaban unos veinte, se le hacía larga la
sesión. Miraba por la ventana y veía un cielo con evidente amenaza de frío y
lluvia. Después del joven de las 5.40 venía la adolescente de las 6.30.
Divertida, algo insufrible. Luego la mujer de las 7.20. Demasiado melancólica y
aburrida. A las 8.10, el hombre de negocios. Intenso y viril. Y por último, a
las 9 en punto, la estudiante de psicoterapia. Demandante y mediocre. Total, no
importaba si llovía o si hacía demasiado frío; a las 9.45 sería tarde para
salir. No tanto demasiado tarde, habría lugares abiertos y gente en la calle.
Podría, pensándolo bien, acercarse hasta el café en el que acostumbraban a
reunirse varios colegas al final del día a comentar sus sinsabores, pero
estaría demasiado cansada para regresar después sola mojándose sin ninguna
necesidad. El joven de las 5.40 comenzó a despedirse. Solía tomar bastante
tiempo porque sentía la extremada necesidad de relatar en los últimos minutos
todo lo que no había sido capaz de decir en el resto de la sesión, pero Ana
Klein lo dejaba hacer sin preocuparse. En general la adolescente de las 6.30
llegaba tarde. Pensó mientras tanto que a veces la estudiante de psicoterapia
solía llevar algunos pasteles para compartir mientras discutían el caso, y ese
pensamiento la alegró. Entonces ella podría sacar una botella de vino y
recalentar unas empanadas de modo que el asunto cena quedaba resuelto. A las
9.45 ponerse a cocinar sería aburrido, casi excesivamente fatigante.
Volvió a mirar el reloj. Hoy la adolescente
perdería la sesión completa. Sus padres eran gente de dinero, no le darían
mayor importancia a ese tiempo malgastado. Pero aun así tomó la decisión de que
esta vez les advertiría de que su hija frecuentemente perdía su tiempo sin
reposición. No quería perturbar su ética. Tocaron el timbre y abrió la puerta
desganadamente. A muchos colegas les enfurecía que los pacientes llegaran
tarde. A ella no. La muchacha entró apresuradamente y pasó los 15 minutos que
le restaban pidiendo excusas y dando increíbles explicaciones del retardo. Ana
Klein no las escuchaba porque eran siempre las mismas con variantes: en el
colegio había surgido una reunión inesperada o en la calle los colectivos
pasaban demasiado llenos. Recordó que cuando trabajaba en Caracas los pacientes
excusaban sus retrasos por la lluvia. Decían: "cayó un palo de agua por
allá". Nunca en Buenos Aires había escuchado que la gente dejara de hacer
las cosas que tenía que hacer por la lluvia, pero tampoco antes había vivido en
el trópico e ignoraba la fuerza del agua. En poco tiempo Ana Klein también
comprendió que la lluvia es una causa importante de la impuntualidad.
Se preparó para escuchar a la mujer de las 7.20.
Era la viuda de un milico. Muchas veces había sentido la tentación de decirle:
"termine de hacer su duelo de mierda por la mierda de su marido" pero
era demasiado obvio que no podía darse ese gusto. Sentía nostalgia por Caracas
pero no podía dejar de sentir odio por la interrupción que los milicos habían
producido en su vida. Cualquiera podría comprenderlo, hasta la mujer de las
7.20, si ella le explicara en qué consiste interrumpir la vida. De hecho, ella
la había interrumpido de nuevo cuando volvió a Buenos Aires, pero esa es la
característica de las interrupciones de la vida. Una vez interrumpida, siempre
interrumpida. Regresó a la mujer de las 7.20. Estaba hablando ahora de que su
única hija había emigrado a Brasil por un asunto de los negocios de su yerno.
"Esto ha sido como una suerte de interrupción en la familia", dijo, y
Ana Klein pensó que las palabras tienen demasiados significados.
Revisó el calentador que estaba debajo de una mesa
cercana al diván y comprobó que no funcionaba bien. Seguramente el hombre de
las 8.10 vendría de nuevo con la recriminación de que el consultorio estaba
frío. "Frío como usted con Laura". Era una venganza sencilla, e
inobjetable porque el hombre se quejaba constantemente de que lo único que
sentía por su amante era un incoercible deseo de penetrarla. Más o menos lo que
también había ocurrido con las amantes anteriores y consecuentemente con la
esposa. Era el paciente de mayores honorarios y no faltaba jamás a una sesión
ni llegaba tarde un minuto. Le escuchó el minucioso recuento de la última noche
con Laura que tomaba casi toda la sesión porque contenía todos los detalles del
coito, precoito y postcoito. Le pareció que se había producido una leve
mejoría; no quiso, sin embargo, insistir en ello porque se trataba de una
persona con mucha ansiedad ante las mejorías. "Pareciera que ayer con
Laura hizo menos frío", dijo ella; "ahora siento el consultorio más
caliente", dijo él. Ana Klein le dio la razón y le comunicó que la hora
había terminado.
Ansiosamente la estudiante irrumpió en el
consultorio. "¿Cansada?", le preguntó. Era una muchacha muy
comprensiva. "No tuve tiempo de pararme en la confitería", dijo
sonrosada todavía por el frío de la noche. Comenzaron a discutir el caso. La
muchacha leía apresuradamente cuartilla tras cuartilla y ella escuchaba con
tranquilidad. Le hizo sentir que había trabajado muy bien las sesiones. No las
había trabajado mal, pero tampoco tan bien. Solamente que ya eran las 9.25 y no
quería dejarla con un mal sabor. Finalmente la estudiante se fue y revisó la
nevera en la que no había nada comestible. Se enroscó la bufanda y se pasó el
abrigo, salió a la calle y entró en el bar de la esquina. Pidió lo de siempre:
un bocadillo y un vaso de vino. Pasaba todavía mucha gente por delante del bar.
Un hombre entró de la mano de una chica más joven. Se sentaron en una mesita
frente a ella. Se miraban a los ojos y se tocaban las manos, tal cual como
hacen los enamorados. Quizá lo estén, pensó. Se quedó detallando su rostro, al
punto que la chica se dio cuenta y pensó mal. Le devolvió la mirada con desafío.
Pero no podía dejar de mirarlo. Era tan parecido que sólo podía ser él. De
pronto la chica se levantó y se dirigió al baño. Ella se levantó también y se
acercó a la mesa. "Tú no vivías en Caracas?" El se sorprendió y
contestó que sí, que sus padres habían estado exilados, cuando los milicos.
"¿Y no estabas en análisis?" "Claro, como buen hijo de
argentinos. Era el único chico de mi clase que lo llevaban tres veces por
semana al psicoanalista". "Me refiero cuando grande".
"Cuando grande no, gracias al psiconálisis infantil me liberé de mis
padres", dijo con una sonrisa. Parecía con ganas de seguir la conversación
pero en eso la novia regresó del baño y salieron del bar. Quizá tengan una
bronca por mi culpa, pensó, pero el parecido era asombroso. Aunque es verdad
que había transcurrido demasiado tiempo.
Cuando Ana y Ernesto Klein llegaron a Caracas se
instalaron en casa de unos amigos en Colinas de Bello Monte y luego se mudaron
a un apartamento en San Bernardino, en la plaza La Estrella. Era un apartamento
de dos habitaciones y Ana usaba una de ellas como consultorio. No era demasiado
cómodo que las personas atravesaran su intimidad pero era, por el momento, la
única manera de tener un consultorio. Cuando Ernesto se fue, la intimidad
disminuyó. Es decir, desaparecieron los zapatos que a veces dejaba olvidados al
lado del sofá, las tazas de café, y los libros desparramados sobre la mesa del
comedor. Algunos pacientes notaron el cambio y otros no, pero en ningún caso
Ana aludió al asunto. No había sabido más de él, alguien le comentó que había
regresado a Argentina pero era igual que si se hubiese quedado en Venezuela o
reemigrado a los Estados Unidos. No había ninguna razón para seguir sosteniendo
el hilo de sus vidas. Mucha gente le había preguntado por qué seguía
conservando el apellido de casada y siempre contestaba lo mismo: "un
nombre es igual que otro". Y por otra parte, le gustaba la resonancia
psicoanalítica de su apellido, y ya muchos profesionales la conocían de esa
manera. Cambiarse el nombre por el de casada o volvérselo a quitar cuando se
deja de estarlo, era como dejar los zapatos en la sala, una manera de anunciarle
al mundo los vaivenes de la intimidad. Ernesto no tenía que ponerse ni quitarse
nada por el hecho de dormir o no con ella.
Nunca le había terminado de gustar Caracas. Era una
ciudad sin aceras para caminar, había una sola calle con cafés, y en ella
demasiados argentinos buscando prensa sureña en el quiosco de uno de ellos y
atizando la nostalgia nocturna. Pero también era una ciudad próspera, no le
había resultado difícil construir una clientela aunque fuese extranjera ni
hacer amigos. Le resultaban un tanto elevados de tono en su manera de hablar, y
siempre chismeaba con sus amigas de Buenos Aires acerca del nuevoriquismo de los
venezolanos y de cómo malgastaban la plata de cualquier manera. Recordaban
entonces sus infancias en Banfield, el frío de los inviernos, los largos trenes
que debían tomar para ir a la Facultad, y la escasez con que administraban sus
pequeños ingresos de estudiantes. Los relatos cobraban una suerte de carácter
heroico desde la distancia y su repetición era una manera de consolidar sus
identidades. Al fin y al cabo tampoco había nacido en Buenos Aires, y sin
embargo, ése era el lugar donde vivía su corazón, su pertenencia, su verdadera
ciudad. Otros amigos, en la debacle, habían salido para México, Canadá, Estados
Unidos, y desde luego, Europa. Los venidos a Venezuela parecían exilados de
segunda mano, los que habían elegido el país menos estimulante, de menor nivel
cultural, sólo famoso por su petróleo. Pero Ana sabía que la gente sale a donde
puede. Su madre consiguió una visa para Argentina en 1944 y "esa visa era
más valiosa que el oro"; le escuchó decir esa frase todos los días de la
vida, en su español demasiado enredado de yiddish.
Durante los años setenta conocí a muchos terapeutas
sureños, no recuerdo entre ellos a Ana Klein. Puede ser que la encontrara en
algún seminario de psicoterapia o que alguien me la presentara brevemente, pero
no creo. No hubiera olvidado el nombre. Se había acercado a mí como si me
hubiese estado buscando en medio del gentío que paseaba por la Feria del Libro
y por fin me había encontrado. Salía de una mesa de poesía y yo daba vueltas
esperando a que comenzara el encuentro en el que debía participar. Me habló
efusivamente, nervioso.
—¿Te llamas Ana?
—Sí.
—¿Eres psicoanalista?
— Sí.
— ¿Y tenías el consultorio en San Bernardino?
— Sí.
— ¿En la Plaza La Estrella?
Tuve que contestarle que no.
— Pero eres Ana Klein.
Hubiese querido contestarle que sí.
— Ana Klein era mi analista. Se fue a Buenos Aires
y me dejó... me dejó con un doctor... Pero yo sigo pensando en ella. No sé si
habrá regresado.
— Creo que no la conozco.
— Se parecía mucho a ti. Por eso pensé... Le
gustaba mucho la poesía. Yo entonces quería ser escritor.
— No soy Ana Klein, pero me alegro de haberte
conocido —le dije.
Se quedó mirándome desde lejos hasta que se fue
perdiendo entre la gente que daba vueltas sin ton ni son. Cuando entré en la
sala de conferencias volteé pero ya no lo vi más.
Pienso ahora que si le hubiese dicho que sí a todas
sus preguntas —y total, qué diferencia hay entre un consultorio en la Plaza La
Estrella o en la Avenida Agustín Codazzi—, el diálogo hubiese seguido otros
derroteros. Si me había tomado por ella con tal convicción, era porque no podía
diferenciar bien su imagen y yo hubiera podido convencerlo de que era Ana
Klein, su Ana, la Ana que vivía en su corazón, y simular un reencuentro. Decirle
que nunca me había ido, o que sí me había ido pero la nostalgia por Caracas me
había regresado. Y adjudicar al paso del tiempo las incongruencias de mi
relato, las lagunas de mi memoria y el sentido de lo que había sido nuestra
relación. ¿Y cuál había sido, en verdad? De haber aceptado el simulacro,
hubiese conocido los misterios de la misma, si es que los había. Hubiera sabido
si nos habíamos amado, o si yo había escenificado una antigua relación para él,
o si nada, en realidad, había sucedido más allá del enamoramiento de un joven
por una mujer madura y extranjera. Pero no soy capaz de ese tipo de juegos, y
preferí dejarlo en la tristeza de no haber encontrado a su verdadera Ana Klein.
En cuanto a ella, nunca sabrá de este encuentro, y
le hubiera dado una gran alegría saberlo cuando esté en su consultorio de
Buenos Aires esperando al hombre de negocios de las 8.10, a la viuda del milico
de las 7.20, y seguramente la adolescente de las 6.30 haya dejado de malgastar
la plata de las sesiones, y la estudiante de psicoterapia haya tocado el timbre
con una cajita de pastas en la mano para decirle que por la situación económica
no podrá continuar con la supervisión. Pero Ana Klein es una psicoanalista con
experiencia y no se angustiará por las interrupciones.
Cuentos completos ("El otro, el mismo", 2002)
Ana Teresa Torres